LA HORA PERDIDA

Clara mira el reloj por enésima vez. Son las cuatro menos diez de la tarde. Aparta la silla, se pone el abrigo y sale a la calle.

Ayer por la mañana la llamó Luis. Sentía no haber podido ir a la fiesta que tenían la semana anterior, pero tuvo una cena de trabajo y le fue imposible escaparse. Habría quedado con ella hoy, pero tenía una boda por la tarde, un amigo de la infancia, así que mejor lo dejaban para mañana. Además, añadió él, casi al final de la conversación, tenía una cosa que contarle que seguro que le hacía ilusión.

Clara se pasó el resto del día preguntándose qué sería eso que tenía que contarle.

Hoy se ha levantado pronto. Se ha duchado y ha bajado a por el periódico y mientras desayunaba se ha acordado de que hay que cambiar la hora. Así que ha dedicado un buen rato a cambiar la hora de todos los relojes de la casa, el del vídeo, el de la cocina, el despertador, el del salón. Nunca se había parado a pensar la cantidad de relojes qué tenía en casa.

A las dos y media sale de casa camino del restaurante. Llega un poquito antes de las tres y decide esperarle en la barra. Pero los minutos pasan y Luis no llega. Las tres y diez… las tres y cuarto…La puntualidad nunca ha sido el punto de fuerte de Luis, pero nunca tarda tanto. Le llama al móvil. Apagado o fuera de cobertura.

Las tres y media… "¿Dónde se habrá metido?, ¿se habrá olvidado?", piensa, mientras al mismo tiempo le disculpa, tampoco tendría nada de particular que se le hubiera olvidado, últimamente ha estado muy liado en el trabajo y con esa amiga nueva que ha conocido... También piensa con resignación que a ella nunca se le olvidaría que ha quedado con Luis.

Las cuatro menos cuarto…

Clara mira el reloj por enésima vez. Son las cuatro menos diez de la tarde. Aparta la silla, se pone el abrigo y sale a la calle. Le ha llamado varias veces, pero él tenía el móvil apagado o fuera de cobertura. Antes de meterse en el metro para volver a casa vuelve a llamarle. Nada.

Luis mira su reloj, son las tres en punto. Sonríe. Por una vez va a poder presumir de llegar a la hora en punto. Entra en el restaurante y pregunta por la mesa que tenían reservada a su nombre.

- La señora se fue hace unos minutos. Estuvo esperándole casi una hora.
- ¿Casi una hora? No puede ser, si son las tres en punto
- Señor, esta noche había que adelantar los relojes una hora…

CASTILLOS DE NAIPES

Basta una simple brisa para que las bases sobre las que has construido tu vida se vengan abajo como un castillo de naipes y, ni siquiera es necesario que seas tú quien sople.

Una de las opciones que tienes cuando esto pasa es volver a reconstruirlo tal y como estaba, recoger las piezas, ordenarlas e irlas colocando poco a poco, las que estaban en la base y, por lo tanto, sostenían al resto, en la base, y seguir colocando las piezas, una a una, hasta que vuelvas a tenerlas todas colocadas.

Otra opción es dejar todas las cartas encima de la mesa, tal y como quedaron al caer, y esperar que encuentren su sitio por sí mismas. Y, aunque pueda sugerir cierta dejadez pretender que las cosas se arreglen solas, puede ser todo un acto de valentía enfrentarse al hecho de aceptar que algunas de las fichas ya no deben estar donde estaban, e incluso, reconocer lo que sabíamos desde hace tiempo, que algunas piezas ya ni siquiera están en nuestro puzzle.

A la larga, todo se reduce a que, quizás tú no hayas tenido nada que ver con el soplo que le ha dado la vuelta a tu mundo, como si de una veleta se tratase, pero te toca a ti elegir el camino por el que quieres seguir caminando y, aunque te pueda dar miedo desconocer lo que puede haber detrás de la siguiente curva, tienes que darla si lo que quieres es avanzar.

Y, si por casualidad, despistes o a propísito, vez te pasas de la salida, no te quedará más remedio que elegir entre trazar un nuevo camino para intentar volver a tomar la salida correcta, arriesgándote a que cuando llegues esa salida ya no sea la que te lleva a donde quieres ir, o buscar un nuevo camino. Hagas lo que hagas, cada paso deja su huella y hay que afrontarlo, porque hay tantos devíos como decisiones que tomes.

Pero no merece la pena tomarse tan en serio, y muchas veces es mejor no pararse a pensar y simplemente dejarnos guiar por nuestro pasos, sea cual sea ese lugar al que nos lleven.

PAÑUELOS DE PAPEL

Ana coge un pañuelo de papel para secarse las lágrimas que le resbalan por el rostro al tiempo que busca otro en el paquete que tiene al lado. Se suena la nariz, se seca los ojos y sigue sacando pañuelos. Con uno no hay suficiente para secarse los ojos, sonarse la nariz, y frenar las lágrimas que le llegan hasta el cuello.

Hoy se ha despertado con su recuerdo en la cabeza. Él, que ni está, ni volverá a estar. Esta noche ha soñado con él, "demasiado a menudo lloro una pérdida de alguien a quien nunca tuve", piensa. Al menos, es domingo y hoy no trabaja, hoy no podría enfrentarse con nadie. Mirar a alguien y echarse a llora sería todo uno.

Aparta las sábanas que aún la tapan y despacio, como si se hubiese convertido en una anciana, y se pone en pie. Está agotada. Coge su caja de pañuelos y se va a la cocina. la cocina vacía. Esa cocina que parecía cocinar sola cuando estaba él y ahora hace meses que está impecable y sin usar desde que no está. "Da igual, si no me gusta desayunar".

La verdad es que habría preferido seguir durmiendo. Cuando soñaba estaban juntos. Juntos y eran felices. "Qué cene anoche?" se pregunta: "un zumo y una aspirina". Entonces, ¿por qué ese sueño tan... real?.

Pero sabe la repsuesta, aun está enamorada de él. Pero ya no le echa de menos continuamente. Ése es su avance en esta guerra contra los días y el dolor.

Se acerca a su mesa, bañada por un sol tibio. Aparta el sillón y se sienta sobre el cojín. La mesa está llena, tiene todo lo que puede necesitar para escribir, para leer, para dibujar, para pegar, para recortar. Rebusca debajo de un montón de papeles, saca un papel y se pone a escribir.

"Te echo de menos. Echo de menos tus mimos cuando estaba triste y tus SMS a las tantas de la mañanda diciéndome que no podías dormir, que si estaba despierta me llamabas y hablábamos un ratito, y cuando ya íbamos a colgar, siempre me decías que eso era casi como dormir conmigo. Pero si algo echo de menos es mi sonrisa eterna siempre que te veía"

Sigue escribiendo durante un rato hasta que deja caer el bolígrafo mientras deja escapar un grito reprimido demasiado tiempo, que se funde con las lágrimas y la frustración. No queda ni un sólo pañuelo en la caja, está vacía. Se limpia las lágrimas con las manos, arranca la hoja del cuaderno, la convierte en una pelota y la lanza por encima de su cabeza.

Ana mira cómo cae la bola de papel en la que le ha dicho todo lo que necesitaba decirle desde hace tanto tiempo. Ahora ya no llora, el corazón vuelve a latir a su ritmo y mira por la ventana. Suspira, llenando de aire sus pulmones. Por fin es capaz de volver a respirar.

¿TE IMAGINAS...

Desaparecer durante tres semanas y no echar de menos a nadie?

¿Te imaginas desaparecer tres semanas y que nadie te eche de menos?

CAPERUCITA

Son las cuatro de la mañana y no consigo dormir. ¿Por qué no me cuentas un cuento?



DERECHO A GUARDAR SILENCIO

Últimamente se ha vuelto importantísimo eso de tener una opinión sobre todo. No importa que se hable de globalización, de la economía, las hipotecas o de la ruptura del famoso de turno, debemos de tener algo que decir al respecto, y nuestra opinión debe ser clara, sustentada, inteligente...

Pues bien, este post es un reconocimiento a todos aquellos que no tenemos nada que decir sobre algún tema, un homenaje a los que prefieren callarse a hablar por hablar, a los que no se sienten menos por limitarse a escuchar cuando el tema en cuestión les es indiferente. Muestro mi apoyo al sagrado derecho a no tener una opinión sobre la subida del Euribor, a no saber cómo debe resolverse el conflicto de Oriente Medio o quién debe ser el próximo seleccionador nacional.

No hay estupidez ni cobardía en no tomar posición, sólo la tranquilidad de que el mundo no alterará su curso si una no sabe qué pensar sobre alguna cosa o lo sabe y le da pereza discutirlo.

Después de pasar los años en los que lo que más deseábamos era que nos escucharan, ahora somos bastantes los que nos reservamos el derecho de haber visto una película y no tener una calificación, de terminar un libro y no discutirlo con nadie, de ver el telediario y no tener las claves para resolver los problemas del mundo y el ánimo para defenderlas ante los demás.

MI CHICA FAVORITA

Clara piensa que debería haberse tomado la molestia de sacar cosas del bolso, siempre le pasa lo mismo, suena el móvil y tarda una eternidad en encontrarlo. Por fin, después de mucho rebuscar, aparece. Apenas le lleva medio segundo ver quién llama, descuelga con una sonrisa radiante y empieza a disparar palabras:
- ¡Vaya! Hola, Luis, ¡Qué sorpresa! ¿Dónde te metes? Llevas una semana desaparecido, ¡ni siquiera respondes a mis mails!
- Hola Clarita. Anda, no te enfades, preciosa, es que he estado un poco liado, pero sabes que eres mi chica favorita –dice él, zalamero.
- Bueno, cuéntame, ¿a qué se debe este honor?
- Verás –carraspea –, es que he conocido a alguien y quería que fueras la primera en saberlo.
- ¿Has conocido a alguien?, aclara un poco, ¿a qué te refieres exactamente con que has conocido a alguien? –pregunta ella.
- No seas tonta, ya sabes a qué me refiero.
- ¿Y quién es ella?

Clara sabe que cuando te dicen “he conocido a alguien” sólo puede significar una cosa, “he conocido a otra”, pero necesita esos segundos de ventaja en los que él le contará dónde la ha conocido y lo fantástica que es, para recomponerse.

A duras penas consigue mantener la sonrisa y la compostura unos minutos más, pero Clara ni siquiera escucha lo que Luis le está diciendo. Por fin, con la excusa de que se tiene que meter en el metro y que no hay cobertura, consigue colgar el teléfono.

Clara deja que sean sus pasos quienes, sabiéndose el camino, la lleven de vuelta al trabajo. Una vez allí, sólo atina a decir: “María, si me llaman, estoy reunida. Hoy no atiendo llamadas” antes de encerrarse en su despacho.

Incapaz de contener las lágrimas, llora. No puede recordar cómo ha sido la conversación, sólo sabe que hay otra, que tampoco esta vez es ella. Está cansada, cansada ser su amiga, su confidente, los brazos a los que él puede recurrir, de intentar ser algo más para Luis y no conseguirlo nunca. Llora desconsolada. Porque hay otra. Porque no es ella. Porque, a pesar de todo, sabe que él no miente cuando dice que es su chica favorita. Y llora. Llora.

Poco a poco se va recomponiendo y el corazón vuelve a latir. Y mientras busca en su bolso un pañuelo para secarse las lágrimas, ve su teléfono móvil.

No necesita buscar el número en la agenda, se lo sabe de memoria. Marca. Un tono..., dos tonos…, tres tonos... Por fin descuelgan:
- ¿Clara?
- Hola Luis, perdona por colgarte de mala manera…
- No te preocupes, boba, no pasa nada.
- Estaba pensando, que como mañana hemos quedado todos para cenar, ¿por qué no la traes y nos la presentas?

¿TE ACUERDAS?

Carlos mira la hora. La una y cuarto. Su secretaria hace horas que le dijo que si no necesitaba nada, se iba a casa. Hace mucho tiempo que está solo en la oficina. No es que tenga mucho trabajo, es que no quiere volver a su casa.

Por fin, recoge los papeles que ha ido dejando esparcidos por la mesa a lo largo del día, los restos de un bocadillo y una lata vacía de Coca- Cola y apaga el ordenador. “Seguro que ahora hace mucho frío”, piensa mientras se va abotonando el abrigo y sale al aparcamiento, donde sólo quedan tres o cuatro coches, supone de los de seguridad, y algún que otro que, como él, que trabaja a deshora.

Mientras conduce hacia su casa por una ciudad semivacía, va pensando que con lo tarde que es, seguro que Elisa ya estará dormida.

Por suerte, hay un sitio para aparcar justo en la puerta de casa, así ni siquiera tendrá que meter el coche en el garaje. Siempre que tiene que meterlo se pregunta quién fue el arquitecto que lo llenó de pilares que hacen prácticamente imposible aparcar sin darse algún golpe con alguna de ellas.

Cuando llega a casa, la luz de su dormitorio está encendida.
- Buenas noches, Elisa.
- Es muy tarde, - dice Elisa sin mirarle.

Como desde hace demasiado tiempo, la primera frase de Elisa ha sido un reproche.

Se mete en la cama y dice en voz alta “¿Cómo hemos llegado a esto?”. Elisa levanta la mirada del libro y le mira con cara de sorpresa.

Pero la pregunta está dicha, y casi sin querer, sigue haciendo preguntas en voz alta:
- ¿Te acuerdas al principio? Nos pasábamos el día besándonos, y no había quien nos separase. Nos llamaban “los pegajosos” – dice Carlos, y continúa - ¿Y aquella vez en que llamamos al trabajo diciendo que estábamos malos y nos fuimos tres días a Roma?- insiste.
- Sí, y en Barajas nos encontramos con la mujer de mi jefe, pensé que me iban a echar.
- ¿Y de aquellos domingos en los que estábamos hasta las dos de la tarde haciendo el amor?
- Nos levantábamos para comer y nos volvíamos a la cama – dice ella.
- ¿Te acuerdas de cuando nos queríamos? – dice Carlos en un suspiro.

ANA

Ana se mira de refilón en el espejo mientras se desmaquilla. Acaba de volver a casa de un día de trabajo en el que sentía el peso del mundo reposaba sobre sus espaldas. Son muchas las tardes en las que ni siquiera se mira en el espejo para no encontrar las marcas de dolor en su rostro. Mientras se cambia de ropa y se pone algo más cómodo, mira su cuerpo desnudo reflejado en el espejo. Hoy es uno de esos días en los que no se siente atractiva.

Ana siente una enorme tristeza y una lágrima asoma a sus ojos. No sabe muy bien cuál es el origen y no sabe por qué se siente así. Hoy apenas recuerda una sonrisa en sus labios, ha sido algo fugaz. Una llamada de apenas cinco minutos del único comercial de España que debía estar trabajando hoy, y Ana ha sonreído por primera y única vez en el día.

El resto del día, casi como siempre, por la mañana estaba tan cansada que cuando ha sonado el despertador lo ha apagado de un manotazo y se ha vuelto a dormir, así que cuando se ha despertado era tardísimo y se ha pasado el resto del día corriendo. Un café rápido al llegar al trabajo, solucionar mil problemas, comer un triste sándwich en dos mordiscos, para poder seguir trabajando y, por fin, volver a casa.

Hace un repaso rápido a su vida y se sabe una mujer con suerte. Tiene un buen trabajo en lo que le gusta, amigos, buena salud... Entonces, ¿por qué se siente así? ¿A qué se debe esta tristeza? No tiene respuesta, es algo que la invade, la posee, la aniquila, la deja sin fuerzas...

Esta noche se acostará tarde. No podrá dormir y se quedará leyendo o viendo la televisión hasta que el sueño la venza. En las sábanas flotará el olor a suavizante y la cama estará fría. Echará las sábanas hacia un lado y suspirará porque, de nuevo esta noche, en su cama sólo estará Ana. Y ella sabe que no hay mayor soledad que la que se siente cuando no hay nada por lo que no sentirse afortunado.

Su soledad, la que siente ella, a veces la hago mía, porque en algunas ocasiones, yo soy Ana.

MI BOLA OCHO


En Estados Unidos es muy popular la bola ocho. Tú le preguntas, la agitas y te responde. Tiene dos ventajas muy importantes, la primera es que es infalible, si no te gusta la respuesta, puedes seguir preguntándole hasta que te dé la respuesta que quieres, y la segunda, que va unida a la anterior, es que si la respuesta que te da no te gusta, es porque, aunque aun no lo supieras, ya habías decidido.

Nos pasamos el día tomando decisiones. Algunas tan sencillas como si tomaremos el café con leche entera o desnatada, o si el día está un poco gris, si nos arriesgamos a no coger el paraguas y llegar a casa remojados como patos si le da por llover.

A veces no tenemos tiempo para pensar, exigen una respuesta ya, como cuando llegas tarde y tienes que decidir entre contar que te has quedado dormida viendo "Sé lo que hicisteis..." o recurrir a la excusa infalible de que había mucho tráfico en la Castellana, y aunque las decisiones rápidas no son las mejores decisiones, también es cierto que las decisiones lentas no tienes por qué ser mejores. Sobre todo si eres un poco despistada y se te olvida que ese día precisamente la Castellana está cortada por una maratón o algo similar. Así que no podemos valorar lo bien o lo mal que hemos decidido por el tiempo que hemos dedicado a meditar sobre ello. Cierto que decidí rápido, pero me cazaron igual de rápido.

También hay decisiones que no queremos tomar, no nos atrevemos, nos convertimos en avestruz y escondemos la cabeza dejando que pase el tiempo, como si el tiempo fuese la solución a la encrucijada en la que estamos, como esos días que pasas mirando al móvil continuamente preguntándote si llamará o no llamará.

Tal vez el tiempo nos dé la perspectiva suficiente para poder decidir, pero no siempre podemos disponer del tiempo a nuestro antojo y, aunque pudiéramos, no nos garantiza que la situación mejore, aunque en esta ocasión, terminó llamando antes de que me volviera loca.

Hay quien cuando tiene que tomas decisiones importantes hace listas, lo bueno a un lado, lo malo al otro, mil tablas de excell, encuestas entre los amigos, estadísticas y hasta gráficos; también los hay que esperan a que otro tome las decisiones por ellos, o las dejan pasar, esperando a que se tomen solas, y quienes, a pesar de lo que les dice la cabeza, se dejan llevar por su instinto: "engorda un montón, pero está de bueno...".

Toda decisión implica riesgos. Cuando la balanza se inclina hacia un lado en lugar de hacia otro, cuando apostamos todo, cuando nos la jugamos, en definitiva, cuando decidimos, lo hacemos con la información que tenemos en ese momento, por eso, antes de decidir es importante abandonar nuestro sillón lejos del frente, donde sólo podemos adivinar las condiciones y posibilidades, y convertirnos en soldados rasos en pleno campo de batalla.

Pero si algo bueno tiene tener que tomar decisiones, es tener una bola ocho a la que echarle la culpa si las cosas salen mal, como cuando alguien piense que publicar esto ha sido una tontería.


MADURANDO

No hay nada comparado a madurar. Puedes dejarte la piel en el trabajo, tener coche propio pagado con el sudor de tu frente, pagar el alquiler todos los meses y que los recibos del teléfono vayan a tu nombre, pero con ninguna de esas cosas te dan un carnet de adulto.

Siempre he pensado que la cerveza o el vino son de esos sabores que sólo se aprecian cuando se va madurando, lo que, muy pomposamente, llaman "sabores de la vida adulta", pero a estas alturas, creo que existe más de una forma de crecer y se puede seguir prefiriendo el sabor de la gominolas, los columpios y los dibujos animados.

Y es que, aunque con los años aprendemos y empezamos a entender el por qué de las cosas, a pesar de volvernos un poco más sensatos y menos dramáticos, a la hora de la verdad, seguimos siendo unos niños. Nos pasamos años queriendo demostrar que no nos importa lo que piensen de nosotros, intentando parecer fuertes, independientes e interesantes, hasta que llega un momento en que nos reconciliamos con todo aquello que nos separa de lo que alguna vez creímos que era ser adulto y reconocemos que hay cosas en las que no queremos ser adultos.

Y todo eso está bien porque, tal vez, cuando dejamos de presionarmos para madurar, es un signo de que hemos crecido un poco.

MUJERES

Nuestras abuelas sabían lo que se esperaba de ellas y qué ocurriría si se salían de esa línea. La siguiente generación tuvo que escoger entre una vida como la de la generación anterior, o un feminisno exacerbado que no se da cuenta de que su argumento según el cual las mujeres somos por naturaleza pacíficas y solidarias se cimenta sobre la misma mentira que el que durante siglos ha asegurado que somos débiles y caprichosas.

Hablaba anoche con un amigo de lo difícil que es intentar comprender qué tipo de mujeres somos o queremos ser. No nos llama ninguno de los modelos que existen, pero queremos los privilegios de ambos: queremos que nos reconozcan como iguales, que nos respeten y -con perdón- que nos nos jodan. Pero también queremos que nos cuiden, que nos consientan, y no nos ofende que nos regalen flores. No queremos un hombre que nos ayude con las cosas de la casa, sino uno que comparta la responsabilidad, pero queremos reservarnos el derecho a decorar a nuestro gusto y queremos la cocina bien limpia.

Entonces ¿qué? La respuesta fácil es que las mujeres nunca saben lo que quieren. Yo diría que sí lo sabemos, lo que pasa es que suelen ser cosas contradictorias, aunque no opuestas.

Necesitamos inventarnos un contenido nuevo para eso de ser mujeres, de ser adultas, de ser un montón de cosas que no queremos ser del modo que conocemos, pero que tampoco sabemos de qué otras formas más se puede hacer. Yo quiero pensar que es posible, que no hay que ser de piedra para merecer respeto y que son compatibles el escote y el maquillaje con el criterio y el carácter.

Hay cosas bonitas en intentarlo, como el descubrimiento de que mi manera de pensar es intensamente femenina, en el sentido más estricto de la palabra: la mirada, el análisis, las cosas que descubro en informes, son únicamente posibles porque soy mujer, y en un equipo en el que estoy rodeada de hombres y donde leo a mil señores que piensan todos más o menos del mismo modo, resulta refrescante eso de tener corazón y no dejarlo en el armario por miedo a que piensen que carezco de rigor intelectual y estoy diciendo tonterías.

También hay pequeñas decepciones, como ver a algunos amigos sorprendidos, que de pronto han descubierto que eres mujer y no te da pena serlo, y ya no saben cómo tratarte, esos que suponen tienes que ponerte a gritar si aparece una cucaracha en la cocina, que te tienen que gustar los niños y que en algún momento saldrá el chantaje emocional por algún sitio.

¿Cómo salimos del esquema “la luna, como las mujeres, miente”? ¿Cómo recuperar el placer del llanto sin que nadie crea que pretendes crear culpas ni inspirar lástima, sino simplemente lavar el dolor?

VÍDEO


P

orque, alguna vez, todos hemos hecho lo que sentíamos que teníamos que hacer.



DE MEMORIA

Tengo un amigo que presume de carecer por completo de memoria y lo entiende como algo meritorio. Su teoría se basa en que es relativamente fácil recordar algo de lo que pretendes acordarte y prácticamente imposible obligar a tu memoria a olvidar. Esté de acuerdo o no, y a pesar de lo absurdo que pueda parecer, me parece un argumento irrebatible.

Yo estoy al otro extremo de su memoria. Me acuerdo de casi todo, quiera o no. Recuerdo conversaciones completas, con sus puntos y sus comas, incluyendo esas frases de las que posteriormente queremos desdecirnos y todas las promesas hechas que quedaron sin cumplir.

Mi memoria también acumula películas antiguas: mi hermano y yo haciendo un muñeco de nieve en la terraza unas Navidades de hace unos cuantos (cientos de) años en las que no paró de nevar, los veranos en el norte en los que llevar un bocadillo a la playa resultaba toda una aventura, o los recreos en el patio del colegio con galletas María.

A veces, acumula hasta sensaciones más difíciles de explicar, como el frío en las yemas de los dedos cuando me pongo nerviosa, la lluvia resbalando por la piel, el sonido de unos pasos que hacen que sepa quién es quien se acerca y convierta sus andares en inconfundibles, o el olor de un perfume determinado que siempre asocio con la misma persona y que aún hoy, años después, hace que se me ponga la piel de gallina.

Lamentablemente, mi memoria no sabe retener rostros. Puedo recordar partes sueltas: los ojos, la boca, la nariz, las cejas, las pestañas… pero si intento hacer un rostro con todo eso, soy incapaz, me basta coger una foto (de las de verdad, no de las de mi memoria), como demostración de que aproximadamente un cuarto de esa foto se corresponde con la imagen mental que me había hecho y que el resto de la imagen se debe única y exclusivamente a mi imaginación.

Quizás la imaginación sea prima hermana de la memoria. Pero si no imaginamos nuestros recuerdos, ¿es posible que el odio, el amor y el resto de sentimientos sean sólo una cuestión de discriminación de recuerdos?. Llegada a este punto, sólo me queda otra pregunta: ¿es acaso la felicidad la capacidad de olvidar a tiempo?

CUADERNO VERDE

Recuerdo a mi padre buscando la llave en un llavero repleto. Mi madre le decía que seguro que estaba en otro llavero y él decía que no, que estaba en ese llavero de toda la vida y que tarde o temprano acertaría con ella.

Así fue probando llave tras llave hasta que encontró la correcta y abrió la puerta. Lo primero que sentí fue un olor a cerrado mezcla de rancio y polvo. Serían las doce de la mañana y la luz entraba a raudales por las ventanas pese a que acumulaban unos siete años de sol, lluvia y viento.

En lo que había sido el salón, quedaban unos sillones rojos de eskai, una alfombra vieja y raída y una mesita pequeña. Fui explorando habitación por habitación, cuando tienes una edad en la que no te suelen dejar tocar nada, entrar en una casa en la que te puedes llenar de polvo, tocar y desordenar, es como una invitación al paraíso.

Sin embargo, lo que mejor recuerdo de aquel día es una habitación en concreto. No era ni muy grande, ni muy pequeña, y tenía los muebles de color azul, la cama, la mesa, la silla, una cómoda con tres o cuatro cajones, el armario…

Fue en un rincón del armario donde encontré un cuaderno pequeño, con las tapas verdes. Antes incluso de abrirlo sabía que era importante. Era un diario. Entonces me pregunté por qué alguien escribiría su vida cotidiana, sentimientos, penas y alegrías en un pequeño cuaderno susceptible de ser descubierto.

Hay quien escribe sus notas en un pequeño cuaderno de tapas verdes escondido al fondo de un armario, yo las escondo en un post. Tanto en un sitio como en otro, quien las encuentra no puede resistirse a leerlas.