OLORES

Me gusta cómo huelen el disolvente y el campo por las mañanas. Adoro el olor de la cebolla mientras se sofríe, el del césped recién cortado, el de los niños pequeños y el del chocolate.

No me gusta cómo huele la gasolina, ni el incienso, ni el aceite de oliva al calentarse.

Me conmueve el olor de las margaritas y el de algunos hombres que conozco.

Me gusta oler los libros nuevos y la pintura fresca, las mandarinas, el pan aún caliente. Me enloquece el olor de las manzanas asadas y me despierta el del zumo de naranja.

No me gustan los ambientadores ni los brillos de labios cuyo apestoso kiwi tarda varias horas en dejar de estorbar. No me gustan los hombres que se esconden detrás de una nube de colonia ni las mujeres que dejan el ascensor convertido en una cámara de gas patrocinada por Carolina Herrera.

El olor del café me alegra el corazón y el de leña verde me hace llorar los ojos.

Muchas veces baso mis gustos y mis confianzas en cómo huele la gente y es que, como decían en “El perfume”, a alguien que no huele no se le puede querer. Y por eso, entre otras cosas, el mundo es un lugar aburridísimo cuando uno tiene la nariz tapada.