TU VENTANA

He vuelto a pasar por esa esquina. Esa que está sólo a una manzana de mi casa. No tiene nada de especial, nada que la distinga de las otras miles de esquinas que hay en Madrid, salvo que en esa precisa esquina hay una casa. Y esa casa tampoco es especial, pero hay algo en ella que siempre me llama la atención cuando paso por ahí, un árbol. Un árbol que empieza a llenarse de hojas verdes y de esas frutitas chiquititas y rojas.

Un árbol en el patio de una casa es algo normal. Si no fuera por lo que descubrí después de pasar por ahí y observar detenidamente durante mucho tiempo: justo después del árbol de hojas verdes y frutitas rojas, con ese olor a verano que tiene un jardín recién regado, descubrí una ventana. Una ventana siempre abierta, incluso los peores días del crudo invierno.

Pasaba siempre, todos los días... y cada día que pasaba me intrigaba más saber a quién le pertenecía aquello que para mi era mágico y atractivo: una ventana escondida por un árbol con olor a verano. Me generaba una mezcla de intriga y ansiedad por un lado, y de misterio por el otro, donde una no sabe si lo que quiere es enterarse de todo, o imaginarse lo que a una le dé la gana un ratito más.

Un día ganó la curiosidad y decidí pararme a esperar (a saber en qué estaría pensando). La ventana... Lamentablemente, por mucho que duró mi espera, no pasó nada. Nada de nada. La ventana seguía abierta, el árbol seguía manteniendo en silencio el secreto que tan bien se empeñaba en esconder.

A partir de ese momento pasé por ahí todos los días. Todos y cada uno de los días era la misma escena: caminar rápidamente la distancia que separaba mi casa de esa esquina, llegar y pasar caminando todo lo despacio que permitieran mis piernas sin llegar a detenerme, para poder prolongar ese momento frente a la ventana lo más posible.

Un día te vi. En un principio confieso que me asusté y me sentí un poco invadida. Parecerá extraño, pero hasta ese momento, sentía que esa ventana cubierta por las hojas del árbol me pertenecían y eran sólo míos.

Esa sensación desapareció. Porque después te vi. Te vi bien, claro. Y entonces pensé que no me importaba compartir mi árbol (tu árbol) contigo. Nunca te hablé. Jamás te pregunté si te molestaba que una vez por día, a cualquier hora, pasara por tu ventana y me sentara enfrente durante horas a mirarte la vida.

Nunca mantuvimos más contacto que un guiño cómplice y una mirada sutil durante unos minutos. Nada más que eso y, sin embargo... todo.

ESFERAS DE CRISTAL

Creo que guardamos nuestros sueños, nuestras ilusiones, en pequeñas esferas de cristal... transparentes, puras... esferas realmente hermosas, que tienen la capacidad de flotar en el aire... y cuando varias de estas hermosas pompas de cristal con nuestros sueños flotan a nuestro alrededor, pueden hacernos flotar a nosotros también, elevándonos hasta un mundo de ensueño donde no llega el dolor. Es como si nosotros estuviéramos planeando envueltos en sueños viendo desde allí arriba lo que sucede, como simples espectadores y nada nos puede afectar.

Lo malo es que cuando estamos así, inmersos en nuestras fábulas, nos emborrachamos de felicidad y creemos que definitivamente ya nada puede afectarnos, confiando en que esas pequeñas esferas son invulnerables y serán capaces de resistir hasta que la ilusión que lleven dentro se transforme en realidad.

Ignoramos por completo su verdadera fragilidad, no nos queremos dar cuenta de que el cristal de esas esferas es muy fino que ante un golpe pueden estallar, hiriéndonos con los pedazos de cristal roto que vuelan con la onda expansiva y dejando que nuestra ilusión se esfume en el aire.

También está el hecho de que al alimentar una ilusión, la esfera que la alberga debe contener una mayor presión y crece, y cuanto más grande es ese sueño mayor es la esfera y mayor es la cantidad de cristales rotos que vuelan por los aires, golpeando a otras esferas que se encontraban cerca, resquebrajándolas y haciendo que también estallen...

A veces no podemos contener la reacción en cadena, y nos angustiamos viendo cómo nuestros sueños se pierden entre nubes, viendo cómo pedazos de cristal se nos clavan, pero no hay sangre, porque no es nuestro cuerpo el que se lastima, es nuestra alma... y cada vez estallan más esferas hasta que llega un momento en el que las poquitas esferas que quedan ya no son capaces de mantenernos en esa dulce levitación, y nos caemos... caemos y nos estrellamos contra el suelo... y si alguna esfera había sobrevivido y aún albergaba un sueño, es probable que caiga al tiempo que nosotros y quede hecha añicos. Y ahí terminamos, en el suelo, estampados contra la realidad, doloridos por semejante golpe, llenos de heridas producidas por pedazos de cristal y con todos nuestros sueños rotos.

Hay personas que no quieren volar, que se cuidan de mantener poquitas esferas flotando a su alrededor. Esas personas no corren el riesgo de caer, no conocen la sensación de vacío que se produce en nuestro interior cuando caemos, la desesperación de ver cómo empiezan a estallar burbujas y saber que una caída es inminente... pero tampoco conocen la sensación de flotar junto a esos sueños, de dejarlos volar libres y conocer los lugares a los que quieran llevarnos, abandonar la seguridad del suelo y llegar a donde nadie ha llegado.

Tal vez el secreto para no terminar precipitándose esté en encontrar una persona con la cual volar, alguien que te acompañe y disfrute contigo de esos sueños, tal vez a las esferas de cristal no les alcance con el amor de una sola persona para mantenerse íntegras. Quizás el secreto está en cuidar esas ilusiones entre dos... en armar ilusiones juntos y volar jugando entre las nubes viendo cómo algunos de esos sueños se van convirtiendo en realidad.

HOY NO

Hoy no estoy animada. Arrastro desde hace días la manta del sueño y el aburrimiento, del no-sé y la pereza... pero hoy tampoco es mi día, no tengo mi puntito.

No tengo ganas de nada en especial. Al menos, no tengo ganas de llorar... pero tengo un no sé qué, que no sé qué es... que me ha pintado de gris y me secado la sonrisa desde hace unos días. Sigo sintiendo que he perdido algo... supongo que si le ato un nudo al pañuelo aparecerá todo lo que se me ha caído y no encuentro.

No sé dónde están mis lágrimas... si al menos vinieran ellas, esto pasaría (porque después de la tormenta siempre viene la calma), y es como lavar la ropa blanca: pasa por la lavadora y sale con más bríos y con otro color, más brillante.

No sé dónde está mi corazón. Ha salido rodando y está, por lo menos, escondido detrás del hígado. Creo que está cansado y piensa que si no lo encuentro, me tendrá que doler otro órgano que no sea él. Y lo peor de todo, no sé dónde está la esperanza. ¡Pero si estaba aquí, la tenía a mano, en el bolso, entre las llaves de casa y el móvil!

Con las dos únicas con las que me he encontrado hoy han sido la soledad y la tristeza, justo con las dos que no me quería encontrar. Se han agarrado cada una a un brazo y no se separan. Se han comido mi desayuno, se han quedado con el recuerdo de mis sueños esta mañana, me han escondido las zapatillas y se han leído ese libro que tanto me está gustando...

¿Me mandas un beso y un abrazo? Así seguro que vienen las lágrimas, la tormenta, la calma después... y estas dos pesadas se van a buscar a otro del que colgarse y me dejan a mí tranquila.

Seguro que si me lo das, uso el pañuelo con un nudo para secarme las lágrimas y al irme a dormir volveré a encontrar la esperanza. Miraré debajo de la cama y allí estará todo... quizás no estés tú para abrazarme, ni tenga el abrazo que necesito, pero todo lo demás, sí.

CUATRO AÑOS

Nico no puede dejar de mirarla. Lleva un vestido estampado negro y blanco con un más que generoso escote y unos zapatos negros con un tacón interminable. El pelo castaño, con mechas rubias, suelto, le cae hasta los hombros y, a veces, cuando se mueve, le tapa la cara.

Se acerca a ella y le toca el hombro.
- ¿Eva?-, pregunta dubitativo
Eva se gira, despacio. “Está preciosa”, piensa Nico.
- ¿Nico?, ¿eres tú?-. Sonríe- ¡Qué casualidad! No nos vemos desde hace… desde que terminamos la universidad, hace por lo menos cinco años.
- No, -corrige Nico-, nos vimos un año después en una cena.
- Es verdad, se me había olvidado. ¿Por quién vienes por el novio o por la novia?
- Juego al fútbol los sábados con el novio, ¿y tú?
- Trabajo interminables jornadas con la novia – dice ella sonriendo. – Bueno, ¿me das dos besos o qué?

Nico sujeta su copa con fuerza mientras ella le planta un beso en cada mejilla. Tenerla tan cerca todavía hoy le pone nervioso.

Un rato después ya se han puesto al corriente de todo lo que han hecho en el tiempo en el que no se han visto. Nico está soltero, no tiene pareja y trabaja en el departamento jurídico de una multinacional y Eva estuvo mucho tiempo con un compañero del despacho en el que trabaja, pero se acabó hace casi dos años, desde entonces no ha habido nadie importante.

No pasa casi nunca, pero a veces entre dos personas se crea un vínculo, un lazo tan fuerte que da igual el tiempo que pase entre la última vez que se vieron y la siguiente, el puente sigue ahí, inmutable, firme, preparado y dispuesto a unir las dos orillas. Han pasado cuatro años sin hablarse y es como si se hubieran visto ayer.

Entre ellos hubo eso. Y Nico acaba de descubrir que sigue habiéndolo.

CLARA Y ÁLEX

Juan mira a Clara sorprendido.
- ¿Cómo que no sabes nada de Luis? Yo hablé con él el otro día y me dijo que llevaba dos semanas llamándote continuamente y que no le cogías el teléfono… ¿Todavía estás enfadada con él?
- No, no es que esté enfadada – dice Clara, - es sólo que no he tenido tiempo
- Es la peor excusa que he oído nunca, ¿cómo no vas a haber tenido tiempo para descolgar el teléfono en dos semanas? – insiste, mientras Clara se ruboriza-. Bueno, pues esta noche lo tendrás. He hablado con él y me ha dicho que sí que viene, y que trae a un amigo, un tal Álex, ¿te suena?
- No me suena, es la primera vez que oigo hablar de él, será alguien del trabajo, supongo. Y… ¿su amiga? –pregunta Clara tímidamente-, la chica esa con la que estaba… ¿sabes algo de ella?
- Debe ser un monumento y por eso la mantiene lejos de todos nosotros – dice Juan guiñando un ojo.
Clara baja la mirada.
- Lo siento, Clara, no me he dado cuenta. ¿Cuándo le vas a decir que estás enamorada de él?

Por suerte para Clara, en ese momento suena el timbre y se levanta a abrir, agradeciendo la interrupción que le ha librado de la incómoda pregunta. De camino a la puerta, se mira en el espejo del pasillo y se coloca el pelo, coqueta. “Bueno, tampoco estoy tan mal”, piensa.

Abre la puerta y ahí está Luis. Ella lleva dos semanas esquivando sus llamadas, todavía le duele el plantón del día que quedaron a comer, pero eso no parece frenar a Luis, que saluda esbozando una sonrisa de oreja a oreja.

El corazón de Clara late acelerado. Puede sentir el olor de la colonia de Luis inundándolo todo, está recién duchado y lleva la camisa que ella le regaló por su cumpleaños. “Está tan guapo”, piensa Clara.

- Hola, Clarita. ¿No me vas a perdonar nunca? De verdad, que se me olvidó poner en hora el reloj. ¿Cómo iba a dejar plantada a mi chica favorita?
Clara hace un gesto con la mano, intentando quitarle hierro al tema, y mira hacia el suelo, avergonzada de habérselo tomado tan en serio.

Cuando levanta la vista, Luis sonríe de nuevo
- Álex, ella es Clara, mi mejor amiga. Clara, ella es Álex, la chica de la que te hablé.

LLUVIA

Tengo una relación rara con la lluvia. Algunos días disfruto mojándome, salgo a la calle y dejo que la lluvia me empape y las gotas resbalen por todo mi cuerpo, sin prisa, dejando que me caigan encima y me calen, disfrutando de cada una de las gotas que siento caer sobre mí.

Sin embargo, otras veces huyo de la lluvia como el gato del agua. Sólo quiero esconderme y que ni me toque. Esos días en los que cada gota es portadora de un sueño roto o una ilusión frustrada y sólo puedes verla estrellarse contra el suelo con absoluta impotencia.

A pesar de todo, la lluvia me sigue gustando, y en esos días me meto en casa, corro las cortinas, doy la vuelta al sillón y lo pongo frente a la ventana, cojo una taza de chocolate calentito y me siento a ver la lluvia caer y resbalar por los cristales. Pero yo estoy dentro, donde no puede tocarme.

Si al final hoy llueve voy a esconderme en casa. No quiero oír el sonido de las gotas contra los cristales, ni el olor de la ciudad mojada. Me voy a quedar acurrucada en mi guarida, a salvo, aunque eso implique perderme el desfile de paraguas y el resto de las cosas de fuera.

No tengo nada a lo que agarrarme que no sean esas diminutas gotas de agua que se desvanecen al tocar el suelo y con ellas mi confianza y mi seguridad. Hoy tengo el corazón roto y la lluvia son las lágrimas que yo no soy capaz de derramar.

DECLARACIÓN DE INTENCIONES

Si alguien me dice hoy algo que no quiero oír, pienso editarlo, como ella. Hoy sólo voy a oír lo que yo quiera oír.



DOS MINUTOS

Ana mira el calendario. Seis de abril. Cualquier otro mes, no lo tendría tan claro, pero esta vez sabe exactamente cuándo fue su última regla, justo antes de irse de vacaciones. De eso hace ya más de un mes.

Intenta echar cálculos mentalmente, pero pierde la cuenta una y otra vez. Vuelve a mirar el calendario y cuenta con los dedos… Catorce días.

Abre el bolso y saca el test de embarazo que compró ayer. No es la primera vez que se hace un test de embarazo, así que ya sabe cómo va esto. Por si acaso, le echa un vistazo al prospecto.

Va al baño y se mira en el espejo. Intenta buscar algo diferente en su cuerpo. Algo que pueda decirle si es simplemente un retraso o si crece un hijo dentro de ella, pero nada. Se ve como siempre. Quizás con más ojeras, pero anoche se acostó tarde y hoy se ha levantado pronto.

“¿Y si estoy…”, dice en voz baja, pero ni siquiera se atreve a terminar la frase. No es que no quiera tener hijos, es algo que se ha planteado en varias ocasiones, pero ¿ahora?, ¿ya? No sabe si está preparada para ser madre, ¿pero cuándo se sabe si estás o no preparado para algo así?

Ana intenta pensar cómo será su vida si realmente está embarazada. Hasta hace nada, detestaba a los niños pequeños, pero de un tiempo a esta parte eso ha cambiado: ahora le gustan y, los que la han visto, dicen que tiene buena mano con ellos. Pero ser madre es un trabajo a tiempo completo que no tiene nada que ver con ser niñera a ratitos.

Piensa en él, seguro que se pone loco de contento. Y su madre, y su suegra, que están deseando ser abuelas. Y su padre, y su suegro que, mucho más prudentes, no preguntan, pero tienen las mismas ganas de malcriar a un nieto que las abuelas.

Mira el reloj. Sólo ha pasado un minuto. Se sorprende por la de cosas que ha sido capaz de pensar en tan poco tiempo.

¿Cómo afectará eso a su carrera? Ahora está en la cresta de la ola, ha trabajado muy duro para estar donde está y no está muy segura de si quiere renunciar a ello. Tiene unos horarios criminales, sabe a qué hora entra, pero nunca sabe a qué hora va a salir, ¿cómo compaginar las dos cosas?

Vuelve a mirar el reloj. Queda medio minuto. Ana intenta recordar cuándo fue la última vez que dos minutos se le hicieron tan largos. Éstos parecen eternos.

Va a la cocina. Abre un armario, saca un vaso y se pone un zumo. No es que tenga sed, es sólo por hacer algo mientras termina de pasar el tiempo. Da un par de sorbos y deja el vaso en la encimera, está demasiado nerviosa como para beber nada.

Por fin han pasado los dos minutos. Va al baño y vuelve a mirar el prospecto, una línea es que sí, dos es que no. Ana suspira. Sea lo que sea, ya tiene una respuesta.

DE DESPERTADORES Y TERREMOTOS

Hoy me he despertado una hora antes de lo normal. Es raro que yo me despierte antes de que suene el despertador, pero a veces me pasa, me despierto pronto porque sí, y estoy despierta, descansada y quiero levantarme.

Cuando me despierto así, me gusta levantarme, poner un poquito de música suavecita y sentarme a leer tranquilamente, al lado de una taza de café, colacao, té, manzanilla, o lo que me apetezca ese día.

Esta mañana no estaba muy concentrada en la lectura, estaba dejándome arrullar por la música y a punto de caer en un sopor más propio de después de comer que de recién levantada cuando un estruendo me ha hecho pegar un bote en el sofá.

Lo primero que he pensado, cuando mi corazón ha sido capaz de latir a un ritmo medianamente normal, ha sido que me he quedado dormida y que lo he soñado, que ayer me metí tanto el post de Bagdad que ya oía explosiones a mi alrededor.

Cuando ya estaba pensando que me había vuelto loca, segundo ruido. Retumban las paredes, la taza casi se cae al suelo y yo a punto de agarrarme a la lámpara del susto.

Dos conclusiones rápidas, la primera, que no lo he soñado, la segunda, que no me he vuelto loca. Me asomo por la ventana y nada. La calle está normal, no parece que haya pasado nada. El mismo tráfico de siempre y el mismo atasco de todos los días.

Tercer terremoto. Si en la calle no parece que pase nada, y dentro de casa tampoco es… Me asomo a la escalera con mi más que escueto camisón, para regocijo de los que me ven, y mi vergüenza cuando me doy cuenta de que estoy semi desnuda.

¡Albañiles! ¡Y dicen que tienen como para dos semanas! Puedo desconectar el despertador lo que queda de mes, que seguro que a las ocho en punto de la mañana estoy despierta.

ZAHRA Y AHMED

Zahra se acerca a la cocina a dejar la comida que acaba de comprar en el mercado. Habría comprado para más días, pero una nevera que sólo funciona las cinco horas que tienen electricidad, no es suficiente para mantener frescos los alimentos en una ciudad en la se alcanzan los cuarenta grados.

Hoy se siente sola. Echa de menos a sus hermanas y recuerda cuando aun podían verse cuando querían. Ahora apenas si sale de casa para algo que no sea ir al mercado, y siempre con miedo, siempre pensando si será la última vez.

Poco después de terminar de preparar la cena, llega Ahmed, su marido. Son las cinco y media, ante la falta de seguridad en las calles y los problemas con el transporte público, los horarios han cambiado. Nadie quiere ya estar en la calle. Nadie se arriesga a estar en la calle tras el toque de queda, a las once de la noche.

A pesar de todo, ellos tienen suerte. Ahmed es de los pocos que todavía tiene un puesto de trabajo. Trabaja para el gobierno, aunque no sabe cuándo dejará de cobrar.

Recogen los cacharros de la cena, aunque recoger nos es la palabra más adecuada. Se limitan a apilarlos en la cocina, esperando el momento en el que el grifo decida dejar caer unas gotas de agua para poder fregar.

Ocho siglos después, se pueden aplicar las mismas palabras que se usaron tras la devastación por el imperio mongol: “Bagdad está en ruinas. Ni mezquitas, ni fieles, ni llamadas a la oración. Los palmerales y canales se han secado. Los mercados ya no existen. Ya no puede ser llamada ciudad”.

Zahra suspira. Poco tiene que ver este lugar con el que inspiró “Los Cuentos de las Mil y Una Noches”. Han sobrevivido otro día. Cae la noche sobre Bagdad con la misma pregunta en la cabeza de sus cinco millones y medio de habitantes: “¿Cuándo acabará esta maldita guerra?”.